sábado, 19 de julio de 2008

Opinión

ESTADOS UNIDOS:

UNA RECTIFICACIÓN POSIBLE

Jorge Gómez Barata

En términos estrictamente técnicos, en América Latina los gobiernos más sometidos a los Estados Unidos son los que menos contribuyen a su seguridad nacional. El inmovilismo político, la violencia y el clima de impune violación de la ley impuesto por la oligarquía colombiana que, entre otras cosas, ampara al narcotráfico internacional, perjudican más a seguridad de los norteamericanos que todos los gobiernos iberoamericanos izquierdistas juntos.

Los líderes latinoamericanos que auspician transformaciones profundas, se enfrentan al hambre y a la pobreza, trabajan para dar empleos e instrucción a sus pueblos, atender las necesidades de salud; rescatar las riquezas nacionales y favorecer el desarrollo económico y social, contribuyendo al progreso y la estabilidad de sus países, debían ser considerados por Estados Unidos como aliados estratégicos, no como enemigos. En América Latina el anti norteamericanismo no existe como opción ideológica.

Basta un mínimo de objetividad para comprender que la hostilidad hacía Estados Unidos es un fenómeno creado por ellos mismos; una reacción y no una motivación, el resultado de una estrategia errónea que ha procurado conquistar con la guerra dones que la paz le hubiera regalado.

Los problemas que aquejan a los Estados Unidos no benefician a los latinoamericanos, sino todo lo contrario. Nadie se alegra por las desgracias de la economía norteamericana ni es razonable celebrar la caída del dólar o los avisos de recesión; la razón es obvia: en su caída, la economía estadounidense arrastrará la del mundo. Ellos tienen como amortiguarla, los pobres no. El antiimperialismo es un fenómeno de raíces sociales, no afectivas.

Únicamente mentes afiebradas pudieron concebir acciones tan demenciales como las del 11/S, que por su carácter, sus intenciones y su impacto son ajenas a la táctica y a la estrategia de las luchas por la independencia, la liberación nacional o las conquistas sociales. Luchar contra el imperio es oponerse a su dominación y confrontar su hegemonía en cada uno de nuestros países, trabajando por el progreso de nuestros pueblos y ejerciendo la solidaridad mutua.

El hecho de que ese empeño conlleve la confrontación con el capital extranjero, la burguesía y las oligarquías nativas a las que erróneamente Estados Unidos se alía y coloque a cuanto esfuerzo genuinamente popular aparece en América Latina en ruta de colisión con Estados Unidos, es una evidencia de su carácter imperialista y no de ningún anti norteamericanismo congénito.

Todavía en los años sesenta, 20 años después de su muerte, se hablaba con respeto de Franklin D. Roosevelt, sobre todo por su papel en defensa de la democracia y su liderazgo de la coalición antifascista. El prestigio ganado por los Estados Unidos en los campos de batalla del Pacífico y de Europa, la solidez de su economía y de su moneda, el Plan Marshall y el auge cultural derivado del desarrollo del cine y de la televisión, incluso la leyenda de “defensor del mundo libre” promocionaron a Estados Unidos y le permitieron ejercer un inequívoco liderazgo internacional.

Aunque nunca fue el paraíso descrito por su propia propaganda, en el pasado, Estados Unidos era un país más tranquilo, más seguro, menos odiado y al que nadie se atrevía ni deseaba atacar. Todavía en los años cincuenta, al manipular eficazmente las causas y las consecuencias de la Guerra de Corea y la confrontación con la Unión Soviética, Estados Unidos tenía en el mundo más admiradores que enemigos.

A la gratitud de los pueblos europeos y asiáticos a cuya liberación del yugo nazi contribuyó, se sumó que las decenas de estados afroasiáticos y medio orientales, surgidos del proceso de descolonización, no tenían mayores reservas respecto a los Estados Unidos porque sus metrópolis habían sido países del Viejo Continente.

Por torpezas políticas y confusiones teóricas e ideológicas, Estados Unidos asumió las políticas nacionalistas y las actitudes progresistas en los países latinoamericanos y en los estados recién surgidos, como si fueran acciones contra su seguridad y trasladó a ellos la hostilidad que lo enfrentaba a la Unión Soviética. Únicamente un furibundo y visceral imperialismo explica la actitud norteamericana a favor de las dictaduras y contra las democracias en América Latina y sus reservas frente al nacionalismo afroasiático.

John F. Kennedy fue una oportunidad trágicamente perdida para la política norteamericana, que tras el interregno de Truman dominado por la Guerra de Corea y poseído por la Guerra Fría y el mediocre desempeño de Eisenhower, pareció regresar al enfoque de Roosevelt que, aunque no era una panacea, parecía mejor orientado en la apreciación de la coyuntura internacional.

Un mundo menos pobre y más pacifico, cohesionado por metas ligadas al progreso de cada pueblo, un concepto menos implacable del comercio y más generoso de la asistencia para el desarrollo y una comprensión del drama de la pobreza, darían como resultado unos Estados Unidos más seguros. Las armas y la fuerza, por muchas y muy opulentas que sean, no sirven para resolver ninguno de los problemas que afectan la seguridad nacional de los Estados Unidos.

Desde dentro, los países y tal vez los imperios pueden cambiar de dos maneras: una que la cúpula o la elite que lo gobierna quiera cambiarlo o lo cambie la oposición por medio de la revolución. Descartada la segunda, en caso de que realmente lo quiera, el establishment norteamericano tiene la palabra.

Tal vez Barack Obama comprende lo que Bush se ha empeñado en ignorar: Estados Unidos podrá ser hegemónico pero jamás podrá vivir solo en el planeta y su seguridad nacional no puede ser conseguida a expensas de la del mundo, sino junto con ella.

(Volver).

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